(Viene de la entrada:
https://davidmurders.wordpress.com/2009/01/13/blues-del-siglo-xix/)
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Unos días después…
Pero tras esas primeras páginas rápidas y rugientes como la voz desgarradora y alucinada de un HR (Bad Brains), o como ésta ilustración en la que Cusco Córdoba retrata al autor en acción…
…Tras estas páginas de aristas y tambores, digo, hay mucho más: está la novela: su construcción, su estructura; la historia y su narración. Y cambiará la voz, su modulación, para narrar en un tono más directo y sosegado, muy cercano, como cuando el bluesman deja de puntear y mira al frente para hablar a su interlocutor de otro modo, contando ahora cara a cara, con sosiego, la historia cuyo sustrato anímico ha musicado desatadamente.
Y volverá a puntear, y de nuevo a narrar, etcétera.
Además de suponer una demostración de fuerza y estilo literarios, estas primeras páginas se reconfiguran ahora en mi cabeza como un tour de force et violence cuyo objetivo me parece la afirmación vitalista del héroe –pienso en Henry Miller-, que, en este caso, debe recuperarse a sí mismo, rehacerse, siquiera temporalmente -pues de momento es un ser perdido y fragmentado- para poder contar la historia –reconstruirla y construirla- y recuperarse –reconstruirse y construirse- a sí mismo en el proceso, como un Ulises que sólo podrá regresar tirando del hilo de la increíble peripecia a la que le llevó la investigación, esa arriesgada búsqueda de conocimiento: una indagación de campo durante la que el héroe cayó atrapado en un bucle auto-referente –terminología del autor- al fundirse en la no-distancia con el objeto de su estudio, fenómeno que en psicoanálisis, nos dice el autor, se denomina transferencia, y al que Scott Fitzgerald, en El Crack-Up, se refiere así:
“Pero no me dejen sugerir que el cambio de un mundo más bien lleno de cosas a un relativo ascetismo era una Búsqueda Magnífica -yo sólo quería tranquilidad para pensar en por qué se había desarrollado en mí una actitud triste hacia la tristeza, una actitud melancólica hacia la melancolía y una actitud trágica hacia la tragedia- por qué había llegado a identificarme con los objetos de mi horror o compasión.
¿Parece una distinción sutil? No lo es; una identificación semejante supone la muerte de todo logro. Es algo como eso lo que les impide funcionar a los locos. Lenin no soportó voluntariamente los sufrimientos de su proletariado, ni Washington los de sus tropas, ni Dickens los de sus pobres de Londres. Y cuando Tolstoi intentó tal fusión con los objetos de su interés, resultó algo falso y un fracaso. Menciono estos casos porque son los de los hombres que nos resultan más conocidos.”
En mi lectura, el punto álgido de esta auto-reconstrucción provisional preliminar, de esa supermineralización tóxica previa al inicio de la narración propiamente dicha, y que da lugar no al héroe, de momento, sino al superhéroe –pues esta novela, aun inscribiéndose en una tradición literaria clásica cuyo motivo principal es el viaje, desde la Odisea al Viaje al fin de la noche de Céline, asume una estética y una mitología cultural absolutamente contemporáneas-, es la imagen reconstruida, compactada y dura del Bufa –tal es el nombre del superhéroe oscuro al rescate– reventando violentamente lo que él denomina, por supuesto, un jiñadero.
Pero el Bufa, una especie de Mr. Hyde en palabras del propio narrador, vive en la energía pura del instinto, en la parte oscura o sombra de la conciencia que se manifiesta y autoafirma en la embriaguez, liberándose así, por oposición, de la castración de la luz: la razón secuestrada e instrumentalizada en aras del sometimiento autorepresivo del individuo vía religión y materialismo. Es por ello que el personaje, el héroe completo (el Bufa + el escritor) de esta historia, decide situarse y construirse entre la razón y el instinto, entre la luz y la oscuridad, abriendo sus ojos hacia el camino de su propia construcción en un estado alterado de conciencia pero que ya transita de la noche al día: la resaca.
Es ese escenario crucial compuesto de contrarios –luz y oscuridad, en los términos más metafóricos- lo que se llamará la Niebla.
En mi opinión, y este es un cometario de carácter general aunque sugerido por el caso particular de esta novela, es a través del acto de la construcción de la historia, mediante la novela en este caso, es decir, a través del ejercicio de la ficción –puesto que todo contar una historia es construirla omitiendo y presentando unas cosas u otras y tomando partido, ejerciendo de este modo una voluntad moral que dice esto sí, esto no; esto es así y no asao; esto es lo bueno, esto es lo malo; este es mi camino, este no; esto es el bien, esto es el mal- como realmente se crea –palabra en la que no creo mucho-, no sólo en literatura o en otras artes, sino también en la vida, pues en el trance de todas esas elecciones, en ese campo de minas que son cruces de caminos, de contrarios, paradojas –terminología recurrente en Rabanal– es donde, tanto el héroe literario como el escritor, como la persona, conquista –en esta palabra creo más– la libertad al construirse -en esta también- aunque deba hacerlo, como el ave fénix, una y otra vez.
La parte central de la novela tiene un carácter más narrativo. En ella encontramos en realidad el origen de la trama argumental, la investigación que provoca la peripecia del héroe, pero también el origen de la historia que en el fondo se narra y que es la construcción de la identidad de un individuo, este segundo origen –primero en la cronología de la historia- lo sitúo en el capítulo titulado “El castigo del espejo”. Es en esta parte central de la novela donde, como apuntaba antes, la voz cambia para narrar de manera más sosegada y cristalina, sobre acordes más espaciados y conatos de incendio punteístico.
Todo cuenta la historia, la música y la letra. Pero ahora transcurren capítulos memorables como el tremendo y conmovedor “El castigo del espejo”, al que acabo de aludir, o el deslumbrante “Underpop”, en el que el héroe se agiganta para emplearse a fondo y vencer en su escaramuza metafísica a su antagonista, en la forma esta vez de la Catedral de León –la que “roba la luz”-, y tras el que es imposible no pensar -la alusión del título es evidente- en ese importante concepto cultural contemporáneo que Eloy Fernández Porta ha dado en llamar Afterpop.
Rabanal maneja muy bien los saltos temporales, no sólo de un capítulo a otro, también en el interior de ellos, y lo hace de un modo que llega a lo esquizofrénico (aunque logrando siempre darse a leer) cuando salta de un tiempo a otro en cada frase a un ritmo demencial (acortando las frases). Además, esos saltos se producen tanto en lo que respecta a la trama argumental que hila la novela como en la narración de la historia que en el fondo se cuenta: la construcción de la identidad de un individuo que debe integrar y armonizar para ello de algún modo la parte luminosa –Razón- y la parte oscura –Instinto- de su conciencia.
Llaman la atención otras técnicas, como la de narrar dos veces una misma escena de distintas maneras, superponiendo una a otra y siendo la segunda una especie de repetición a cámara lenta en la que el objetivo se acerca y se detiene en ciertos detalles. Una técnica parecida, aunque algo más compleja, a la que he visto en Nocilla Experience, de Fernández Mallo, y que Rabanal me confesó deudora de William Burroughs.
También es destacable el registro epistolar que Rabanal emplea a menudo, pues esta novela –que sin embargo no es una novela-blog- ha sido escrita en parte en un blog que en la novela figura y funciona como uno más de los escenarios que conectan al personaje principal con los otros personajes que se asoman a la Niebla.
Tampoco quiero dejar de consignar el envidiable uso del lenguaje del autor -que cuenta con una rica paleta léxica deudora de sus estudios e intereses: física, psicoanálisis, filosofía, anatomía, nuevas tecnologías, etc., pero que jamás utiliza con afectación sino estrictamente para lograr sus objetivos- que le permite amalgamar un registro culto con otro coloquial de gran plasticidad –uno de los rasgos de su estilo lo constituye esa amalgama-, y cuyo uso tampoco se desvía un milímetro del objetivo de novelar la historia, a lo largo de páginas y páginas de una prosa que toma forma desde el fondo y que se goza a sí misma en el placer de verse bella por dentro y por fuera en el espejo del lector aun metaforizando a partir de materiales que habitualmente resultarían soeces:
“ Todo está ahí, me digo, todo son unos putos círculos viciosos que nacen y mueren en un despertar entre la niebla de la resaca… Es mi máxima comunicación, una vez sellado el círculo con mi esperma que se va por la espiral (círculo virtuoso) del retrete, se lleva todos mis fluidos mezclados con lágrimas internas, duras, que no ven luz en el espejo que vuelvo a arañar y es entonces cuando la veo… está ahí… mis dedos la buscan en el reflejo… luce agrietada… la perfilan, la dibujan entre la niebla del vaho… sí… está ahí y parte de mí, y es una sonrisa… es entonces cuando empiezo a verlo claro, cuando todas las imágenes van cobrando un sentido en mi conciencia y conforman una realidad reconstruida cuyos retazos, estímulos blandos, penetran por mi percepción y confluyen en una sonrisa que dura…”
Por poner algún “pero”, hay un capítulo de título un tanto equívoco debido al lugar que ocupa en la estructura de la novela; y la parte que precede al desenlace, es decir, la parte final de la acción que transcurre en el museo, aunque comprendo que había que contarla, me pareció un tanto extensa y algo anecdótica. Tras esto llegan los capítulos finales y el excelente y novelesco desenlace.
Pero volviendo al centro de la novela, en él aparece un tema que me parece clave: el de la tiranía del débil. En mi opinión, y esto es algo que se puede extender al pulso de toda la novela, puesto que además ese tema planea bajo toda ella, Rabanal lo trata con gran honestidad, sin ocultarse y ajeno a cualquier ánimo, a cualquier pathos, cuyo fin no sea el de contar su historia.
Nada hay más natural ni deseable que buscar el propio bien. Pero no es fácil, somos seres sociales; no estamos solos; no somos solos.
Efectivamente, la historia que está en el principio de la trama argumental y que aparece como un accidente o peripecia –la transferencia– en el transcurso de la aludida investigación, reproduce el tema de la tiranía del débil, asunto subyacente clave también en la novela Suave es la Noche de Scott Fitzgerald. Pero encuentro una diferencia fundamental y significativa: Rabanal extiende el tema de la tiranía del débil al statu quo social -por lo que quizá cabría hablar más propiamente de tiranía de lo débil-, erigiéndose así el personaje, aunque involuntariamente, en lo que él llama el calibrador de conciencias, es decir: el espejo molesto, natural y sarcástico al mismo tiempo, de las conciencias capitalizadas por el gran relato tácito y extorsionador del sistema capitalista en su actual estado, cuyo paraíso artificial, un nirvana marcial, no es otro que el consumismo.
Sin embargo, aquí no hay sitio para una crítica ideológicamente apoltronada y sí para una móvil: la aproximación de Rabanal está muy lejos de dogmas e izquierdismos de manual o políticamente correctos. También se cuida de situarse, de encajonarse, en una posición “alternativa” o “anti”. Lo que Rabanal hace es describir el panorama, con su propia terminología, con su propio sistema (como un Blake) y desde un punto de vista propio, pero sucede que, al hallarse el personaje –que es un escritor, un observador, un investigador- sumido en la corriente de la realidad social (retratada principalmente, aunque no sólo, desde la óptica del medio laboral), y sin participar de ella como aquellos que simplemente la viven, se convierte en ese espejo calibrador de conciencias en el que lo que se calibra en el fondo es nada más y nada menos que la libertad.
Tal libertad exige un paso previo: el individuo. Y en la novela, el atributo individual que motiva la caída social (y que paradójicamente será el detonante del regreso) del héroe, no es otro que el instinto, que, como de manera casual pero inevitable –podríamos decir que fatal, en el buen sentido de la palabra- encontrará una irresistible magdalena en la forma de un…
…en la forma de un…
…en la forma de un…
…de un…
…culo.
Culo protéico, y no magdalena ni hamburguesa, que será el principio de la salvación, de la recuperación de lo perdido.
Culo mítico y sagrado que pertenecerá a un individuo -una mujer- que no ha perdido –más allá de su culo- el instinto.
Instinto aquí = Vida.
He ahí la historia de amor de esta novela humanista, madura e instalada por pleno derecho, es decir: por el hecho de ser lo que es y por ningún otro motivo, en el meollo de nuestra contemporaneidad.
Meatos (terminología de Rabanal). Eso es lo que hace falta.